Cuando tienes 18, 19, 21 años, tipo twink, siempre, siempre eres un caramelo. Aunque seas flaquillo, aunque no seas muy alto, aunque tu cara no sea necesariamente espectacular.
Y es que hay una edad en que somos bonitos por el simple hecho de ser hombres a medio hacer, o bebés supercrecidos, como prefiráis, pero con la edad, cada vez más, con ganas de explorar terrenos hasta entonces vetados o no tan inspiradores, como el divino don de la apetencia sexual.
Porque sí, por ser en ese modo “bonitos”, de los veintimedios para abajo es fácil ligar, porque los bebés grandes son como bocaditos suaves que nunca cansan en la boca o en los brazos, encantadores de lobos y serpientes en el arte de la seducción o del acoso burdo, en el menos atractivo de los casos, pero no necesariamente el menos complaciente si el depredador resulta ser más que simplemente bravucón en la cama.
Sin embargo empezamos a envejecer mucho más aprisa de lo que quisiéramos. Mucho antes de perder otros tipos de inocencia, antes de aprender a rellenar carencias. El tiempo es una de las pocas realidades implacables en esta vida. Podemos ensancharlo, pero su dictadura es incontrolable. Es por eso que a partir de los 28 se empieza a ser un bocado menos apetecible, o con mucha menor demanda en el mercado. Así de cabrones son esta clase de corredores de Bolsa.
Por eso, a menudo, en los 30, y si no mantienes un físico que realmente llame la atención, se entra en terreno de nadie, donde ni chicha ni limoná. No somos viejos, pero ya no pibillos. El cuerpo empieza a oxidarse, las canas empiezan a dar los buenos días en los puñeteros encuentros frente al espejo allá por el alba y o te pones a dieta de gimnasio, o ya esos michelines acaban dándole más protagonismo a tu cintura que los Calvin Klein de oferta.
Hay quien se deprime porque se perdieron, según creen, definitivamente opciones en el arte de acariciar culos de terciopelo mientras se besan bocas de cereza, cuando en realidad no se han hecho conscientes de que han pasado a una fase de transformación, de crisálida, que dará vida a un rol fascinante dentro de las identidades sexuales: el de “papi.”
Y es que a partir de los treinta y muchos, los cuarenta, cincuenta o más incluso, se vuelve a ser carne de cañón. “Viejos” curtidos en batallas pasadas que vuelven a ser vedettes de primer orden en la cama y en las páginas de contactos. Como Harrison Ford, Bruce Willis o Stallone, al cabo de la vejez, los papás son los reyes de este teatrazo de acción, a demanda de los más jóvenes, en tantas ocasiones.
¿La razón de la rentrée?, hay que buscarla a menudo en la necesidad de los twinks de satisfacer el morbo con rones añejos, Cartas de Oro, Grandes Reservas, pero también por la demanda de mimo y protección de los cachorros recién destetados, que van buscando cada vez más, un combinado especial con doses iguales de pasión y de cariño, caridad y gula a un tiempo.
Y quizás nada se plantee cerebralmente en esos términos pero la conclusión pasa a ser la misma. En la cama, en una sociedad cada vez con menos tabúes, el tinto de verano y el Jack Daniels acaban siendo sorprendentemente compatibles y ambos acaban degustando experiencias y sabiduría en el otro hasta en lo más insospechado. Y de paso, ambas partes redescubren la verdadera esencia del sexo, la que combina la pasión con enormes dosis de ternura, porque el sexo es íntima comunicación. De lo contrario, es como hablar a gritos y ostias.